viernes, 18 de mayo de 2012

Primer día de clases: Año 1923 Por don Martín Alonqueo Piutrin.





Como dato ilustrativo de lo expresado anteriormente, narraré un caso que me sucedió allá por los años 1923, al ingresar por primera vez a una escuela fiscal, ubicada en el lugar llamado "Trompulo Chico" cuyo nombre es Escuela Santa Catalina Nº 44.
En ese tiempo aún no hablaba el castellano, sólo balbuceaba alguna palabras castellanas groseras que oía a los blancos (aún hoy en día no lo domino, porque soy extranjero frente a este idioma).

Llegué tarde a matricularme porque recién venía llegando de la cordillera, en el lugar llamado Weyerrëpë, a la ribera sur del río Allipén, a la altura del volcán Llaima y de Melipeuco. Después de tanto ruego de mi abuelita, me recibieron. Mi abuelita me matriculó y me dejó en la escuela bien recomendado a la chiñurra (es la pronunciación mapuche a la palabra “señora”).

“-este hico mío,  coidalo y enseñalo mucho, chiñurra”.

Me quedé en la escuela, se vino mi abuelita, yo quedé contentísimo en el patio de la escuela y luego no más pasaron a molestarme y reírse de las expresiones de mi abuelita y hacían burlas de mí.

Yo, sin reaccionar, me situé en un rincón: parado, cabizbajo y mudo, observando solo los juegos y oyendo las canciones de ronda que entonaban las niñas mientras un grupo de amigos y conocidos me rodeaban a conversar conmigo.

Tocó la campana y entramos a clase con los amigos mapuches, conversando en nuestro idioma. En esta hora, la profesora me entregó un lápiz, un libro del Silabario “Matte”, una pizarra y un lápiz de leche o de tiza para escribir en la pizarra. Con este regalo, me sentí más feliz y contento e incorporado de lleno a la escuela.

Al recreo siguiente, ya me encontré con más amigos y vecinos con quienes me puse a conversar en mapuche. No fue más; me acusaron donde la señorita profesora; pues, desconocía el reglamento de no hablar el mapuche, solamente el castellano. Después de este primer, accidente, volvía juntarme con los amigos y seguimos conversando en mapuche –pero en voz baja- y me preguntaron dónde había estado que no me habían visto por tanto tiempo.

Entonces les conté que había estado en Weyerrüpë durante más de tres años y sólo hacía como una semana que había llegado y hoy día mi abuelita me había traído a la escuela; en ese momento, saqué mi bolsita llena de piñones y les convidé a todos mis amigos que en ese instante me rodeaban (más o menos 1 kilo).

Al toque de la campana, entramos nuevamente a clase. Yo escuchaba con mucha atención lo que la señorita profesora enseñaba; pero no le entendía nada. Tocó nuevamente la campana para salir. Eran las 12 horas.

Muchos se fueron a su casa a almorzar. Uno de mis amigos y parientes me había invitado a su casa. No le acepté y le dí las gracias, regalándoles como la mitad de la bolsa de piñones, porque no tenía permiso de mi abuelita. En seguida me junté con el otro grupo de mis amigos quienes ostentaban, en su respectiva mano, un tronchón de tortillas.
Yo no tenía tortilla ni harina, pero sí tenía piñones. Empezamos a conversar y aproveché de repartir piñones entre ellos, y ellos a su vez, me convidaron tortilla.

Hasta ese momento todo iba muy bien; pero no faltó quien le “echara pelo a la leche”; en ese momento llegó un niño blanco a nuestro grupo, dirigiéndose a mí me habló; pero yo no le pude contestar porque no le entendí lo que me había dicho.

Como no le contesté, empezó a reírse y comentar que yo era un “indio caballo, indio come carne de caballo y come yuyo”; estas son las expresiones comunes que se oyen a diario, cuando se refiere a los mapuche.

Los del grupo me dijeron las expresiones que había vertido sobre mi persona. Entonces sentí, en ese instante un remezón de rabia, y me fui encima, profiriendo esta frase:

- “wingka trewa, qué hacer vo, ya”.

Sin más, se armó la rosca y nos fuimos a las manos; a combo limpio nos batimos, en medio de una gran barra. En eso estábamos cuando dijeron: “la profesora, la profesora…, la profesora viene”. Yo, ensoberbecido, le seguí tostando sin miedo a nadie, pero mi contendor se puso a llorar ante la presencia de la profesora.

La profesora nos llamó y nos llevaron a la sala, ambos sangrando de las narices. Allí nuestra profesora nos interrogó.

Yo contesté como pude:
- “este wingka retar, chiñora”.

Sólo esta frase pude pronunciar y en seguida me quedé callado.

Después le tocó a mi contendor; él se defendió muy bien, echándome toda la culpa a mí. Salí culpable. Los castigos de varillazos recayeron en mí; los recibí resignadamente por no saber hablar y exponer mi defensa; pero no estaba tan resignado, porque en mi interior bullía un grito de venganza que había de cumplir de alguna forma; ansiaba la pronta terminación de las clases, me mordía los dientes y los hacía rechinar; la hora se me hacía larga, no puse atención a las clases de la profesora y estaba enojado con ella porque me había castigado a mí no más y sólo pensaba vengarme por el camino con mi amigo llorón y regalón de la profesora, decía en mi interior.

Ya llegó la hora de la salida y tocó la campana para irse. Yo más feliz que nadie; les comuniqué a mis amigos que en el camino me lo iba a arreglar y me sentía capaz de darle una zumba; “no les tuve miedo a los pumas en la cordillera, voy a tenerle miedo a este, no, mis amigos”. Uno de ellos me advirtió que la profesora me iba a castigar. No importa, le dije, ya le probé la mano y no pega fuerte.

Así fue, en el camino, detrás de un bosquecillo, arreglamos la cuenta; nos hacían barra los compañeros; los dos, nos sangramos por las narices y en medio del fragor de la pelea, luchamos cuerpo a cuerpo; en uno de los forcejeos, lo di vuelta y caímos a suelo abrazaditos; yo caí encima de él; ahí aproveché de darle unos cabezazos. Aquí le salió gritos y llantos y los grandes corrieron a separarnos. De esta forma pusimos término a nuestra pelea.

Este fue el primer día de clase; nada menos que con dos peleas y una paliza de la profesora, donde conocí la mano cariñosa de una profesora.

Al día siguiente fue lo bueno; fui acusado por la hermanita menor de mi contendor. Nuevamente pasé al tribunal de justicia. La profesora oyó la acusación y nos llamó que pasáramos adelante para responder las acusaciones de que era objeto. Pasamos los dos adelante.

La profesora se dirigió primeramente a mí y me hizo varias preguntas; pero yo no contesté ninguna; me quedé callado, cabizbajo, pues no entendía lo que decía la profesora y no podía expresarme en castellano y no hablaba por miedo de provocar las risas e irrisión de mis compañeros, porque la expresión mal dicha provocaba y causaba las risas generales de mis compañeros; para evitar ese teatro me quedé callado aunque con muy mala consecuencia; había que ponerse duro de cuero para los castigos, porque para mí, los castigos eran menos duros que la irrisión de mis compañeros.

Mi contendor se defendió; yo perdí el pleito nuevamente sin hablar, ni chistar y salí culpable y el veredicto de las varillas, lo recibí sin apelación.

Cuando recibí los primeros varillazos, parece que me hubiera tirado encima de ella para quitársela y darle fuerte con ella misma. De pura rabia grité llorando en forma desesperada para disimular mi ira:

-“weza chiñurra, no pegar, culpa no tener yo”.

De esta forma inicié el segundo día de clase y el año escolar. Después peleamos varias veces más con mi contendor, porque los grandes nos hacían pelear siempre, pero sin acusarnos. Pelea de hombres. El día que no peleaba, lo tenía por día perdido durante el tiempo que estuve en la escuela; pero no terminé el año escolar ese año, duré hasta agosto.

Al año siguiente, volví nuevamente a la escuela. Ese año lo pasé mejor y terminé el año escolar cursando el primer año y quedé promovido al segundo, porque cuando llegué al “ratón agudo” empecé a leer por mi cuenta, es decir, empecé a leer sin letreo ni memorización de las lecciones como lo hacía anteriormente.

En este aprendizaje cooperó mucho un viejito cautivo llamado Alejo que me enseñaba las lecciones en pleno campo cuidando los chanchos y las ovejas, cuando los días sábado y domingo juntaba mis chanchos y ovejas con los de él para que me enseñara a leer y no jugaba a la chueca ni reunía a mis compañeros de chueca hasta que aprendí a leer por mi cuenta”.

(Publicado en 1985) 


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